el potro
Esta misma mañana de jueves trasparente -como hacía meses que
no se veía uno por aquí-, me han subido traicioneros al potro de tortura y han
expuesto al público espectáculo lo escasamente opíparo de mis carnes, el sector menos exportable de mi anatomía. Desde lo alto de una incómoda camilla,
iluminado por luces y calores de lámparas de nombres raros y usos todavía más
alambicados, he acusado a al menos una
docenas de seres apresurados de colocarme electrodos, pincharme un par de vías,
colocarme de través una máscara por la que soplaban efluvios frescos e
inodoros, como si fueran los siete enanitos del cuento mientras una Blancanieves con bigote se empeñaba en
alzar mis piernas desnudas hasta estribarlas en dos férulas negras instaladas
al efecto a ambos lados de mis bajos, bien abiertas en un ángulo inverosímil
con el sádico objetivo, sin duda, de mantener el centro de sus atenciones más
desnudo y oferente de lo que haya estado, que yo recuerde, en su vida.
Esta misma mañana he comprendido en carne propia, hasta la
saciedad y más allá la vejación moral y la genuina tortura, como poco formal o estética,
a la que se someten tan a menudo nuestras mujeres cada vez que ese
especialista con título de ginecólogo y aires de sumo sacerdote de un vudú
moderno y cruel deja al desnudo sus intimidades y las invade con fines escasamente
confesables y excusas a menudo ininteligibles.
Esta misma mañana he aprendido en mis adoloridas carnes a
querer y respetar y adorar un poco más si cupiera a cuantas hembras mujeres me
rodean todos los días con esos aires de no haber roto en su vida un plato y
miradas transparentes de inocencia, cuando tan a menudo dan irrefutables
pruebas de esconder en su tan suave seno la valentía y fortaleza de auténticas Agustinas.
Mis estoicas y discretas heroínas.
(Columna publicada en Rota Información de fecha 15 de marzo 2013)
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