una simple aceitera
Me pasa cada mañana, indefectiblemente, cuando retiro la bandeja del desayuno. Es el puñetero gesto. Recojo la pequeña aceitera, sujetando a la vez con la punta de los dedos el platillo multicolor que le hace compañía desde siempre, y con mucho cuidado los deposito en el poyete que hay junto al alféizar de la ventana de la cocina. Un poyete, como es de ley, alicatado en blanco impoluto y en el que el chisme disfruta la compañía de un salero, unas vinajeras y del serio alfil de madera que muele la pimienta. Es entonces, justo entonces, cuando me asalta una ternura espantosa.
Cierto que dura apenas unos segundos, los que tardo en volverle la espalda, pero me escama, porque no sé a qué se debe. Que yo recuerde, nunca hasta esta etapa había desayunado pan tostado con aceite y un poco de azúcar. Es más, en la civilización madrileña, un cafelito y al curro. Ahora he tomado esta costumbre del entorno y la verdad es que me siento muy satisfecho de haberlo hecho. Las mañanitas, cuando el sol destella en el mar y la playa interminable nos envía por el balcón un resol cálido y ocre, promesa de un día brillante por delante (gracias, Ministro), se hacen más íntimas y ricas con el desarrollo de ese ritual sagrado que consiste en tomar con mimo la aceitera, reposar el corcho en su platillo, verter con cuidado ese denso y perfumado zumo de arbequina mientras compruebo cómo se extiende, rellenar los huecos que haya dejado, aspirar el aroma del pan recién tostado, pinchar la capa superior de la tosta con un tenedor para que penetre bien en sus intimidades la dorada trasparencia para luego, tras devolver la aceitera a su lugar de descanso, perlar la superficie con un poco de azúcar desparramado alegremente al buen tuntún. Tras un sorbo de café, o un trago de zumo de naranja, llega por fin el esperado momento de hincarle el diente a la tostada.
¿Os lo podéis imaginar? Puede, incluso, que hasta haya podido conseguir que un atisbo de saliva humedezca vuestra boca. Pero ello, con ser gratificante, no me ayuda a entender por qué, inevitablemente, cada mañana me atosigue un ramalazo de infección sentimental cuando recojo la aceitera. Será el color, o la transparencia, será el aroma, será que hay una escondida en mis meninges desde cuando era niño, será que mi madre sigue teniendo otra igual, aunque un poco más grande y con el tapón de plástico rojo roto por el uso. Será esa forma tan cercana, tan exquisitamente bella y precisamente útil, óptima para lo que fue inventada. Será un arrebato ante la hermosura de lo mínimo.
Será que me estoy haciendo más mayor de lo que creo...
6 comentarios:
El titulo de este post no deberia haber sido algo asi como...
Un fragmento mas de Calidad de Vida.
Vale...
Demasiado largo.
No tengo arreglo!
;-)
Besos!
Si, me lo puedo imaginar, y si,has conseguido que algo más que un atisbo de saliva humedezca mi boca, y si también, creo que "nos estamos" haciendo algo mayores. Quizás por eso es que aprendimos a disfrutar de esas pequeñas cosas que de joven te parecen tan obvias que no las ves.
Pero lo que más te envidio, sanamente por supuesto, es la ventana, si es, como creo, la de tu cocina.
Que lujo. Síguelo disfrutando.
En efecto, se trata de eso, ni más ni menos. Oda al pan tostao. ¡Qué simple parece!
Largo pero preciso, lunita, como acostumbras.
Me gusta saberme acompañado en esta aventura de echar años, deredes, que mal de muchos... Es un fragmento de la terraza. La cocina, como todas las que de ello se precien, asoma a un patio de luces y olores.
Eso es la magdalena de Proust en versión gadita... :-)
Pues sí, amigo Antonio, la vida es eso, una tostadita, un pan tostado, aceite transparente... un paseito, una gaviota, un enfado que se va, una nostalgia infinita en todo lo simple, porque la vida es eso, y se va... Nos han engañado con todo eso de triunfar, ser importante, hacer, hacer...¡Vivir, que no es pooco, con lo más simple!
Don Antonio, eso sí que es vida! deje de darle vueltas a las cosas y siga disfrutando de ese "pan tostaito" y ese aceitito bueno de oliva cada mañana.
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