refundación
Me sucedió hace unos días, por la mañana temprano. Eran las siete y media. Un sol apenas horizontal atravesaba los ventanales, mientras el mar rugía los postreros coletazos de una noche bravía de viento y marea. Tras tomar el primer sorbo del café de arranque de actividades, me acerqué a la cristalera de la terraza haciendo equilibrios con la taza, las tres pastillas de cada alborada en la otra mano para tomármelas a la vez, como hago siempre, mirando el paisaje. Nada de entre tanto gesto habitual presagiaba el cataclismo que se iba a producir súbitamente instantes después. Entonces, ocurrió.
Con una claridad insoportable, supe, en un instante, que mi vida en este lugar carecía de coherencia. Que la estaba viviendo hasta ese mismo entonces sin naturalidad, sin espontaneidad, sin alegría, ajeno a la realidad que yo mismo me había fabricado, sin embargo, hace más de un año cuando cerré la tienda y me vine al sur tras los pasos de mi amada. En un pispás comprendí que llevo todo este tiempo viviendo aquí como si estuviera allí, lo que resulta aberrante además de francamente estúpido. La idea se presentó de repente, sin previo aviso, como suele suceder con los pensamientos trascendentales. De sopetón se te viene encima lo gordo para, instantes después, cuando todavía no te has recuperado del fulgor del rayo de su evidencia, desconcertado e inerme, irse desgranando en razones que pretendías ignorar y verdades en las que no habías querido reparar, insidiosamente reveladas irrefutables de golpe y porrazo. Pocas veces en mi vida se me ha hecho patente una realidad con tanta evidencia.
Hasta ese mismo instante, desde el comienzo de este mi exilio tan voluntario como definitivo, he dedicado cada mañana, sin reparar en otra cosa, a leer las noticias en toda la prensa nacional ante la misma pantalla frente a la que ahora escribo esto y a paladear críticamente las opiniones de los columnistas hasta aislar un tema de mi particular interés, a rebuscar luego al acopio de datos, (impasse para leer el correo), para anotar de seguido informaciones, contrastarlas y pergeñar un comienzo antes de, con el criterio claro y un mínimo esquema en mente, proceder a escribirlo hasta descubrir que se me escapaba un elemento esencial, perseguirlo canino por la red, confirmarlo, integrarlo en lo ya escrito, argumentar, darle una salida, buscar enseguida la ilustración adecuada, tirar de photoshop cuando hace falta y publicarlo al fin en esta página tres o cuatro horas después de haber empezado el proceso... Otras veces, cuando no encontraba nada nuevo ni original que llevarme a la boca, he rumiado mi fracaso por no publicar (tras haberle dedicado a la intentona, eso sí, algún par de horas hasta desembocar en esa amarga evidencia), leyendo relatos ajenos, repasando los blogs de los amigos o viendo tetas y culos cibernéticos para desterrar la frustración del impotente.
Para entonces, ya la vida de mi alrededor llevaba horas pasando por mi lado sin percibir yo constancia alguna de ello y se acercaba la hora de preparar la comida, ella o yo, e iniciar esa parte de la rutina.
Se acabó. Estoy aquí, ya soy de aquí, vivo aquí. Me debo y le debo a este lugar respirar el aire de sus mañanitas, pasear temprano sus vericuetos, hacer la compra a pata en los colmados y tiendas, huir del súper, olvidar el coche, aprender a diferenciar quién vende el pescado más fresco, el pan más rico, las hortalizas apenas arrancadas de la tierra, los huevos más recientes, dónde paran las tenderas más divertidas, los tenderos más sabios y fiables, o al revés... Integrar mi vida con el entorno que he elegido, saludar a los ancianos que se caen de la cama de madrugada y se tiran a la calle como voy a hacer, tomarme un café con churros o su media tostada con jamón a su lado, escucharles y charlar con ellos en cuanto se dejen. Sacarle provecho a las monedillas, encontrar lo mejor, más bueno y barato. Buscar amiguetes para mariscar con ellos cuando las mareas bajas, o regar y cavar un poco en sus pequeños huertos de supervivencia, o echar un pito sentados al sol aunque haga fresco. Que nos inviten a sus festejos. Ir al fútbol de Primera regional autonómica. Saber el nombre de los jugadores locales. Que nos saluden los vecinos por las calles, y saludarles con educación y elegancia. Conocer la vida y milagros de quienes nos rodean. Dejar de vivir el pueblo como si no existiera. Hablar con todos. Pasear por la playa, al borde del mar, de la mano con mi chica, por disfrutar más que por deporte. Curtir la piel. Bajar barriga sin darme cuenta. Cambiar las cenas por un té tardío. No estar tanto tiempo sentado. Hacer cosas, ir a las romerías, al teatro local y alguna noche a los conciertos de la sala alternativa, que tenemos de todo. Doctorarnos en el mercadillo de los miércoles. Saber cuándo van a traer camarones saltarines para marcarnos unas tortillitas con su perejil y su harina de garbanzos o quién tiene las mejores gangas.
Esas han de ser mis mañanas, tal mi vida de aquí en adelante. Alguna tarde, cuando tenga algo interesante que decir, me sentaré a escribir una entrada para este blog. Sé que, de vez en cuando, algunos seguiréis pasando por aquí a mirar por mi ventana. A los que no vuelvan, decirles que estoy encantado de haberles conocido.
Mientras, los unos y los otros podréis suponer que soy feliz en la ausencia.