el yayazo
Nos puede pasar a cualquiera, al menos de entre aquellos a los que les vive aún la madre. Un buen día, va la buena mujer y desembarca en tu casa atendiendo una invitación que siempre hiciste y nunca hubo de cumplimentarse. Llega a bordo de un catamarán de rápido vuelo. La ves bajar un tanto pálida, desencajada, con ese cansino caminar bamboleante con el que pone de los nervios a la escolta al taponar la pasarela durante todo el trayecto hasta que pone pie a tierra y se detiene para abrazarnos. El resto de los viajeros y la tripulación tascan el freno mientras ella teje su diminuta marcha pasito a paso hasta que me acerca, sin quitarse de en medio, su sonrisa inocente de la crispación que provoca y sus ojillos habitualmente apagados, en el fondo de los cuales creo adivinar una luminaria de orgullo ante la heroicidad que acaba de acometer. No es nada viajar en barco a los ochenta y bastantes.
Entra en tu casa y se apropia como sin querer de los ritmos y las costumbres, pian-pianito, en cuanto miras para otro lado. Ahora mismo, sin ir más lejos, una seudoperiodista de las del corazón se desgañita en el salón especulando sobre la posible boda de la Duquesa de Alba -una niña a su lado, piensa la yaya-, mientras esto escribo. Siempre había pensado que entre estas cuatro paredes no entraría jamás el Dónde estás, corazón? conducido por uno de los tipos más abyectos de los muchos que pueblan y rebosan las televisiones generalistas, pero hete aquí que andaba más errado que herrado, lo que ya es decir, y no es más que un pálido ejemplo que añadir a las alteraciones de horarios, comidas, medicaciones, postres...
Acabo de recibir un yayazo en mitad del bebe, y no alzo la voz en queja alguna, sino que constato ante vosotros la revolución que cabe en tan diminuto espacio físico, léase cuerpo, y lo hago con cierto asombro no exento de recóndita admiración por tal despliegue de fortaleza, pese a que he de reconocer que recibe y encaja con buen talante los límites y controles que le presentamos con educación, como cuando le digo que no pase más allá del espejo del pasillo a no ser que me quiera encontrar en pelotas con la p... al aire, única manera que hemos encontrado de preservar un mínimo de intimidad frente a su presencia arrasadora.
Y por muchos años.
(Obsérvese en la fotografía lo rubio y guapo que fue quien esto escribe cuando la ahora yaya me llevaba en cochecito, cuando su escolta de ahora era mi escolta entonces y Zaragoza una belleza de ciudad íntima y amablemente provinciana en el mejor sentido de la palabra. Que ahora la lleve yo en otra especie de cochecito no me parece ni más ni menos que lo justo).