domingo, 11 de enero de 2009

moncho

Le he estado viendo tres días seguidos en la tele. Acudía a un programa concurso de Tele5 que sigo con cierta constancia porque creo que me ayuda a mantener ágil la azotea, demasiado presdispuesta a la vagancia a estas edades que asomo. Estaba ahí desde su condición de "famoso", ese adjetivo chicle que sirve igual para un roto que para un descosido. Me acordaba de él, con doce años, en los pupitres dobles del viejo San Antón, cuando nos conocimos allá por los primeros años sesenta. Desde entonces somos amigos y de alguna manera nunca hemos dejado de vernos, aunque lo que se dice frecuentarnos pues no ha sido algo común en los últimos veinte años. Si acaso, alguna coincidencia en saraos musicales, saldada con unas pocas palabras, alguna invitación que me llegaba de sopetón a espectáculos de su creación y las inevitables giras tanatorias cuando alguno de nuestros deudos comunes se quitaba de fumar. Una vez fui con mi chico pequeño a Segovia a comer en su casa, disfrutando de la compañía de Chari, de su hermana canaria, ay, recientemente desaparecida y del pesado cabezón de un perrazo enorme que presidía el cotarro en plan aquí mando yo.

Con Moncho pasé algunos de los años más creativos y divertidos de mi vida, cuando lo de Las Madres y la Santurce, a la carrera entre escenarios, actuaciones interrumpidas por los grises, provocaciones en la Universidad, años locos de actividad incesante en la que convivían y se entremezclaban la rebelión, los amoríos, la política, la casi-fama, el protagonismo, la militancia, la apenas saboreada independencia familiar, mi variante hippie, la propaganda ilegal, las visitas a la DGS, los ingresos en Carabanchel, las reuniones de célula, el invento de la UPA, las escapadas playeras al levante, las pandillas... A veces perseguíamos a la misma chica, en ocasiones intentaba yo ligar con su hermana Pepa con relativo éxito, hasta compartí con ellos el fugaz regreso de visita del padre que salió un día por tabaco. Porque el Antoñito era como de la familia aunque les sacara medio cuerpo a la madre y a toda la retahíla de tías bajitas y solteras que rodeaban al, hasta mi llegada, único macho del entorno.

Compartimos las dificultades que nos planteaba la vida como las apuestas de una fábula, la buhardilla de Jesús del Valle, la nuestra de la travesía de San Mateo, fui buen amigo de su entonces mujer Carmina, llevé en brazos a su hija Bárbara, ahora la joya de la corona, nuestros caminos se juntaban y separaban al arbitrio del poeta, meses sin echarnos la vista encima y semanas de convivencia... Dan para mucho y de todos los colores cuarenta y muchos años de pacífica coexistencia, de amistad intermitente, de referencias comunes y recuerdos entremezclados, que Moncho sí que es mi limitada y particular memoria histórica...

Le he visto por la tele y acechaba como un cazador sus expresiones, sus aciertos y errores, su desconcierto, sus habilidades y torpezas... Me estaba mirando en su espejo, sin darme cuenta, y le veía gastado y premioso, su siempre lúcida mente, veloz como el viento de Oklahoma, ahora al ralentí, sus ojos... Después del último día de sus tres apariciones, en cuanto terminó el programa, corrí (es un decir) a encerrarme al baño y encendí todas las luces para mirarme a la cara, para verme con distancia y la máxima objetividad, para buscar en el fondo de mi mirada una luz que corroborara que sigo vivo..., aunque para verla me tuviera que poner las gafas.

5 comentarios:

Sirena Varada dijo...

¿De qué valdrían los años de juventud si no estuvieran marcados por la huella indeleble de la amistad?, ¿Qué mejor ejercicio mental que poder recodar con nostalgia y pasión que fueron años creativos y divertidos?

El señor Moncho Alpuente sí que parece estar un pelín "demacrado", pero nunca dejará de ser el hombre lúcido e ingenioso que es. Y tú, Antonio, no te mires más al espejo, que estás estupendo.

Un abrazo

Anónimo dijo...

Sigue usted vivo, ingenioso, expresivo, sensible, con memoria prodijiosa, tierno, burro (cuando corresponde) y amigo de sus amigos ¿qué más le puede pedir a la vida?
Un abrazo sincero

Anónimo dijo...

No hace falta que vuelva a expresaros mi admiración a ti, a Moncho, y al resto de Madres y Santurces. Precisamente eso es lo que me trajo aquí la primera vez: luego me enganché. No reconocí, sin embargo, a Cocodi (porque me faltaba la lista de miembros), que se quejaba en tu post sobre las Madres de que yo le había pisado el comentario.
Pero bueno, poco más te voy a decir yo que tú no sepas, salvo: ¡Adelante, hombres del 600!

Gabriel Jaraba dijo...

Los amigos de siempre son un extraño espejo del País de las Maravillas con los que jugamos a reflejar mutuamente nuestras vidas. El espejo de Moncho ha sido siempre limpio, acogedor y sincero. Por eso lo considero como un hermano. Y además, qué caramba, yo fui Madre del Cordero por un día, que es mejor que ser Reina por un Día.

Antonio Piera dijo...

María, a veces el espejo deja de ser nuestro mejor aliado, pero siempre hay que volver a él porque es el único que nos dice siempre la verdad. También la cosa está en cómo mirarlo, claro...

Gracias, Sirenita y Oyana. Vosotras tampoco estáis mal..., me creo yo.

Adelante, Gustavo, aunque aquel 600 corra menos que el caballo del malo.

Bien recuerdo aquellos días en Barcelona, amigo Gabriel, y su buen hacer golpeando los parches ante la incomprensión de la estirada crítica local de la época que no quiso (no supo, no pudo...) ver más allá de las narices formales de la carga de profundidad que tanto nos divertía. Por Alicia iban mis tiros, bien visto.