jueves, 29 de enero de 2009

adios, Conejo

Leo en la prensa que se ha muerto John Updike y me da una rabia enorme. Aunque no sé si os consta este escritor, él ha tenido para mi gran importancia, porque le conocí de pequeño y gracias a sus libros me aficioné a la lectura, y de ahí a la literatura. Era un chaval, no tendría más de diez u once años, cuando leí a Updike por primera vez. Haciendo números todavía me sorprendo más, porque el libro cuyo título me atrajo debió escribirlo poco antes, allá por los primeros años sesenta. Lo he buscado en la wiki por si os interesa, pero no me detengo en su figura porque lo que os quiero contar es otra historia.

De niño, pasábamos los veranos en San Sebastián, creo que ya os lo he contado, jugando en la playa de Ondarreta, a veces, con las nietas de Franco, el mismo que tomaba el sol en su caseta portátil instalada al margen de las demás, apartada de los toldos donde venía a aparcar, año tras año, mi familia. Con ellas aprendí lo ricas que están las quisquillas vivitas y coleando, justo cuando acabas de recogerlas en el cuenco de ambas manos en las lagunillas sin escape posible que deja el mar al retirarse tras cada ola, cuando te las metías en la boca sujetas por la cabeza. No sé si su perversión, o la mía, eran hereditarias, vaya usted a evaluarlo, pero aquellos días de bañadores mojados y miradas furtivas a lo que apenas velaban son aún para mí un recuerdo balsámico que evoco de tarde en tarde.

Tras el largo paréntesis playero de San Sebastián, negros como tizones, regresábamos a Zaragoza cargados de baúles y Calcio20 para, casi de inmediato, desplazarnos a Mequinenza antes de que empezasen las Fiestas. Solía recogernos en casa el amigo Riau, una especie de mayordomo para todo de ca (casa) Canero que era como llamaban en el pueblo a la entidad que formaban mis tíos y sus posesiones, un hombre que cazaba como dios, disparaba como los ángeles y del que nunca supe (o recuerdo) el nombre de pila, creo que era tocayo mío, pero al que aprecié mucho. Llegaba a bordo de su 600 y nos cargaba "con todo y maletas", gesto ya de por sí heroico, para trasladarnos a sesenta por hora hasta el pueblo con parada en Candasnos para enfriar el coche y saludar a otra rama (la campesina) de la familia, o parada en el Hostal El Ciervo, en mitad de la nada, que tenía una jaula con su bicho y todo al que saludábamos años tras año como si nos reconociera.

Siendo mi padre del pueblo, y entonces capitán (antes maestro) de los que se quedaron en el Ejército tras ser alféreces provisionales en guerra (si me preguntáis el bando os destierro), sus primos le trataban con gran deferencia a pesar de que en casa no teníamos un duro y ellos eran los ricos del pueblo. Unos ricos ya relativos, pero todavía pudientes como demostraban los tres pisos más sótano de su residencia principal, la huerta del otro lado del río, las colmenas y las minas de carbón pobre y otras posesiones por las que nos movíamos también nosotros como si fuéramos los amos. En aquella casa había tocadiscos y hasta frigorífico eléctrico, no os digo más. En el tocadiscos solía sonar la guitarra de Ranata Tarragó y algún otro concertista ilustre mientras el tío Honorio, tan feo como encantador, les emulaba con tesón y cierta gracia ajena a sus dedos gordos y aparentemente torpes de camionero propietario de flota propia. Allí vivía también el tío Manolo, que había sido alcalde y al que nunca le picaban las abejas cuando entraba sin protecciones a sacarles la miel, su esposa Pilar, siempre de negro, y las tres hermanas solteras a las que a veces llamábamos con más malicia que precisión Las hermanas Catafalco, pobrecitas mías, Pepita, Rosa y Pilar. También vivía en la casa, además de alguna de las varias criadas externas e internas que pululaban por allí, un perro precioso, setter irlandés, que sabía apañarse con los pomos de cualquier puerta cerrada, aunque se abriera para dentro, y que se llamaba Thor.

Eran las tres hermanas un dechado de estilo e incongruencias, aunque cada una tenía lo suyo. Pepita, la más joven e inquieta, estaba ya jubilada de su grado de maestra nacional y era la bibliotecaria del pueblo, que es a donde quería llegar, porque muchos días, a la hora de la siesta (que era norma general pero que yo me saltaba a la torera), tomaba prestada la llave de la biblioteca y allí me encerraba, tras cruzar la calle, para leer al fresquito de sus gruesos muros y sus ventanas siempre cerradas. Allí, de entre largos y asombrosamente poblados anaqueles, descubrí por primera vez a Updike porque me llamó la atención el título de su libro, Corre, conejo, mientras andaba yo a la busca de escritos que me desvelaran con mayor claridad los secretos del sexo que ya por entonces, a tan corta edad, (y para siempre) me traían a mal traer. Aunque mi memoria se ofusca a veces, también creo recordar que algunos pasajes de aquél volumen los tuve que leer sujetándolo con una mano.

Que sea feliz, allá donde se encuentre, el padre de aquel Conejo revelador.

Nota.- Copio texto de una canción de Pink Floyd, del disco "The dark side of de moon" (1973) porque tiene algo que ver con la cosa escrita antes:

Respira, inspira el aire
no tengas miedo de preocuparte
vete, pero no me dejes
busca a tu alrededor y escoje tu propia base
por que tu vida es larga y alto tu vuelo
y dedicarás sonrisas y llorarás lágrimas
y todo lo que tocas y todo lo que ves
es todo lo que tu vida será siempre.
Corre conejo, corre
excava tu agujero, olvida el sol
y cuando al fin el trabajo esté hecho
no te sientes, es hora de excavar otro
porque tu vida es larga y alto tu vuelo
pero sólo si remontas la marea
y te mantienes sobre la ola mas grande
corres hacia una tumba temprana.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Ay, Antonio, cuanta nostalgia...¿te puedes creer que ha venido a mi memoria gustativa el sabor del calcio 20? Nos encantaba. En lugar de ponernos una cucharadita, mis hermanos y yo, le metíamos unos tientos tremendos a la botella, que nos duraba un minuto. Yo veraneaba en Alicante (que es dónde veraneábamos los que no lo lo hacíamos en el norte)) con frigorífico incluido y tocadiscos con discos de jose luis y su guitarra y toda la producción de Adamo...¡qué tiempos!

Un beso, guapo

Anónimo dijo...

Preciosa historia la de su infancia, estimado D. Antonio, que aunque la nostalgia sea mala compañera, no sólo cuenta usted sus recuerdos como nadie sino que, además, tiene un don especial para transmitirlos con emoción. "Transciende" que dicen los tuercebotas literarios dedicados a la crítica.

Que sepa usted que aunque le tengo abandonado (que lo sé), no le olvido. Y aunque esta última frase haya sonado a tango, mariconadas las justas.

Un fuerte abrazo,
Pedro de Paz

Antonio Piera dijo...

Me alegra leer lo que me dice, amiga María, pero no tanto ese repentino ataque autocrítico. Con los escritores que desconozco se ha escrito la wiki...

Sabía bien, oyana, la botella de cuello largo era espectacular y me temo que todos la emprendíamos contra ella a golletazos. En su época veraniega, amiga mía, tenían menos mérito los tocadiscos, porque ya había más.

Gracias por su crítica opinión, don Pedro, y no se preocupe que, aunque se le echa de menos, aquí le gusrdamos el sitio.

Luna Roi dijo...

¿Por qué se mueren siempre antes los buenos?

Un beso!