viernes, 30 de octubre de 2009

tempos

Por razones personales hemos estado tres días en Madrid, con coche y todo. No las tenía todas conmigo, no os vayáis a creer, consciente de que la función crea el órgano tanto como la disfunción lo anquilosa, al pasar en un pispás de la soleada calma en la que habito a esa furia feroz del tráfico madrileño, temiendo no estar a la altura. Ya en el trayecto de ida, sin embargo, intuía yo que mis temores resultarían infundados, al pisarle sin vergüenza por la Autovía de la Plata comprobando que la fiera que creía dormida seguía latiendo en mí presta al combate por un quítame allá un ceda el paso.

Lo cierto es que lo de vivir en una postal genera unos ritmos vitales, unos tempos más cercanos al minué que al rock and roll, para qué nos vamos a engañar. Aquí me suelo desplazar a pie, los objetivos están a tiro de pìedra y cada vez que lleno el depósito tengo para más de un mes, y eso que este cacharro que tenemos chupa más que el tesorero del PP. Pero, sobre todo, este entorno vitalista y perezoso se va adueñando sibilino de tu naturaleza hasta que donde antaño hubo enérgico varón de súbitas decisiones y rápidos movimientos, (obsérvese qué preciso manejo de las esdrújulas, que trasmiten subliminalmente un estadio de aceleración y hasta cierto desasosiego), transita ahora un gozoso contemplador sereno de la vida y lo que a ella rodea. A esa mutación me refería cuando alentaba mis temores acerca de la que suponía compleja adaptación al entorno hostil en el que iba a zambullirme..

Hete aquí, sin embargo, que mis miedos a no estar a la altura resultaron infundados. Incorporado al vértigo enloquecido de la madrugada del lunes, apenas pasaron diez segundos cuando me descubrí blasfemando en arameo, pitando desaforado al primer soplagaitas que me hizo una cola de pez, a mí, qué se habrá creído el idiota, acelerando sin compasión para sellar contra la trasera de un autobús de cercanías al incauto taxista que se había permitido intentar salir de su carril para evitar el mamotreto, sonriendo de medio lado al lograrlo, pisándole fuerte, apurando los semáforos en casirojo, engallando la cabeza, los sentidos alerta, la mano urgente, la mirada viva y los reflejos a flor de piel. ¡Había vuelto la bestia!

En los páramos de La Serena me detuve, ya de vuelta, a echar una cabezadita. Era noche cerrada y, en cuanto salí del coche, se me vinieron encima los millones de estrellas que la luz de mi ciudad/postal esconde y cela. Mirando al cielo, poco a poco, dulcemente, el animal dio un par de vueltas sobre sí mismo, se acomodó de nuevo en el fondo de su guarida, y suavemente entornó los ojos, mientras yo seguía detallando emocionado el brillo insolente de la Casiopea.

Y aquí sigo, tan tranquilo.

1 comentario:

RGAlmazán dijo...

Qué difícil es soltar para siempre la fiera urbana que llevamos dentro. Te comprendo y comparto tus desdichas (y tus dichas).

Salud y República