lunes, 18 de octubre de 2010

la guitarra guerrillera

Rebuscaba en el cajón de las fotos, desordenado como me gusta que esté, cuando cayó en mis manos la que acompaña estas líneas. Al verla se me encogieron las tripas y me acogotó cierta inconcreta sensación de nido vacío, en este caso de escenario despoblado. Han pasado veintiún años desde que tomé esta mala instantánea con una cámara barata que me acompañaba siempre pero que casi nunca utilizaba porque no soy de los de aplazar el disfrute de la realidad para detener el tiempo, no tanto porque no quiera sino porque no me sale. Siempre he prefierido sentir y vivir el momento a reflejarlo, por eso en la actualidad contemplo con extrañeza y algo de desconcierto la ingente multitud de fotógrafos aficionados que, a la menor excusa, desenfundan cámaras e inmortalizan instantes cuando deberían disfrutarlos primero, fruto sin duda de la eclosión digital y eso, aunque también de cierta insensibilidad, sospecho y me temo, ante la emoción del directo.

Era en el pequeño pueblo de Anchuras, un 22 de julio de 1989 (gracias al marcador electrónico de la cámara, que si no, estos alardes de precisión...). Al escenario de combate se subieron el abuelo Labordeta, el Aute, Luis Mendo, el amigo Hilario, Luis Pastor y un niño con un pito que no sé de dónde salió. Creo recordar que estaba también Javier Krahe, pero andaría ligando como siempre (tengo las pruebas), o no sale en el encuadre. Juntos cantaron y cantamos contra el polígono de tiro que pretendía instalar el Ejército del Aire en aquél espacio natural de extraordinaria belleza por sus dehesas y bosques de abedules y tejos, arces y madroños, abundante de ciervos, linces, águilas imperiales o especies del buitre negro, entre otras muchas especies de fauna autóctona. Tras tener que envainarse el Gobierno su intención de instalar el campo de tiro en Cabañeros, ante la resistencia vecinal, pretendían hacerlo en términos de aquel diminuto y estrecho poblacho de nombre paradójico, por lo que tenía cierto mayor mérito reiniciar una lucha de incierto devenir y eso tras el agotamiento del anterior enfrentamiento. Pero allí estábamos.

Viajamos desde Madrid en caravana de varios coches, para no perdernos, que los montes de Toledo tienen mucho vericueto. Iban los artistas e íbamos un buen grupo de amigos y conocidos, en alegre romería. Creo recordar que llevábamos hasta la comida, como si fuera una excursión, puesto que el pueblo, de tan solo 270 habitantes, no tenía bar. Espero no equivocarme en eso, que es flaca mi memoria y razonable el orgullo del industrial que pudiera sentirse herido o ninguneado por tal aserto, pero lo cierto es que comimos entremezclados con las gentes de allí tirados por los campitos circundantes, desperdigados según las apetencias que cada uno sintiera de compañía o de menú. Lo recuerdo como un día hermoso con final feliz y regreso fatigoso, pero satisfechos de haber cumplido un nuevo rito de la guitarra luchadora y guerrillera a la que tan a menudo nos seguíamos apuntando casi todos.

Repaso con nostalgia y cierto velo en los ojos la foto en cuestión, ahora que Labordeta y Camacho han abandonado nuestra compañía, y mentalmente los tacho y borro de la imagen sintiendo que es mucho peor que su definitiva ausencia la sensación de tristeza del que se queda. Un poco más pobre y bastante más solo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es lo que tienen las fotos: son muy traicioneras