jueves, 25 de septiembre de 2008

mirando cómo crece una planta

A menudo no encuentro nada que me guste más que mirar crecer mi aloe. No es ninguna metáfora ni esta frase esconde cualquier otra figura literaria. Sencillamente, me siento en la terraza, de espaldas al mar, y miro cómo crece la planta. Acaso espero que me reconozca, algún signo de vida más inteligente o perceptible que esa desaforada forma que tiene de ensanchar y engordar. El sábado pasado, para demostrar lo que me parecía intuir, separé la maceta de la pared más de un centímetro y medio. Para que hubiese testigos llamé a mi mitad entera y ante ella, solemnemente, introduje un dedo en el hueco que quedaba entre la proa puntiaguda de uno de los brazos de la planta y el muro, demostrando que lo más ancho de mi dedo corazón cabía perfectamente en el hueco. Hoy, tan solo cinco días después, la uña de este animal vegetal roza la cal. ¿Os imagináis?

La bestia vino a casa dentro de una bolsa de plástico de Carrefour, al lado de una hermana de savia y un montón de tierra enriquecida con estiércol. Me las regaló una amistad reciente, un empresario de aquí que destina las mañanas de los domingos, desde el alba, a cuidar con esmero y parca compañía una especie de vergel botánico que miman a beneficio de inventario. En su compañía y la del propietario del paraíso desayunamos luego unas tostadas a la leña con su ajo y su arenque que me supieron a gloria con el segundo café de la mañana después de desbrozar un cañaveral, regar concienzudamente, echar de comer a las gallinas sólo lo justo para que no pongan y se multipliquen, saludar el rostro impávido de un camaleón que localizaron en mi honor y amagar patadas a un perrillo peor que un dolor de muelas obcecado con el olor de mis sandalias. Después de mi inmersión en este vergel y ampliados mis escasos conocimientos sobre las ancestrales maneras de cultivar en arena propias de la mayetería, me volví por donde había venido con la bolsa de regalo en una mano y la decisión de cultivar el aloe vera en ristre. Planté los esquejes en una jardinera de la terraza con más voluntad que maña, los regué y esperé a que fructificaran, cosa que hicieron con singular descoordinación y dispar fortuna. Como los hijos, haces lo mismo con ambos y cada uno sale por donde le peta, así que una de las hermanas languideció y la palmó mientras la otra se ponía a crecer como una desesperada. Tal vez fuera necesario que pasara lo uno para obtener lo otro, vete a saber. Yo, a la perdedora la enterré a pedazos junto a la otra por si al pudrirse la daba de comer. Va a resultar ahora que tengo un aloe caníbal.

Filosofías aparte, en éstas ando yo ahora, haciendo lo que se supone debería ser la obsesión de todo buen político. Ver y escuchar cómo crece la hierba.

Nota.- Observad en la ilustración la sombra de la tecnología y la uña en la pared.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sentarse y ver crecer una planta se me antoja una actividad maravillosa que yo soy incapaz de llevar a cabo. Primero porque soy un poco hiperactiva y segundo porque tengo una especie de "contencioso" con ellas; se me mueren enseguida. El caso es que me gustan, pero yo a ellas les debo generar alguna especie de rechazo y acaban languideciendo a mi lado.
Tu aloe está fantástica y tiene la ventaja de que, si te atreves después de mimarla tanto, puedes cortar un trozo y extenderte el juguillo por la piel. Se te pondrá preciosa; Claro que esto le interesará más a tu mitad entera (¡qué bonito!) que a ti.
Un saludo

Más claro, agua dijo...

Lo del aloe vera está muy bien, no digo yo que no, y tendrá sus propiedades curativas, tampoco digo yo que no, pero, ya ve, amigo Antonio, yo me he quedado colgado con esas tostadas a la leña con su ajo y su arenque. Eso sí que está demostrado que tiene propiedas curativas... :-)