jueves, 24 de abril de 2008

el confesionario

Cada día, con la misma ciega insistencia con que las olas rompen aquí abajo, contra la arena de la playa, me acerco al menos dos veces al confesionario. Es un mueble vulgar, vertical, estrecho y profundo, que me ha acompañado en mis innumerables mudanzas a pesar de su excesivo peso y su incierta utilidad. Ni siquiera es un armario bonito, aunque en un costado le añadiera la particularidad de un espejo con forma de hornacina que pegué en él hace tiempo y que todavía no se ha roto. Es de madera, el armario, no el espejo, y toda su puerta está cubierta de laminillas horizontales que le hacen parecer una persiana veneciana pero a lo bruto.

Como os decía, todos los días lo visito un par de veces, pero no es ninguna manía estrafalaria ni estos vis-a-vis entrañan ningún misterio. Mi particular confesionario, cuando lo abro, me permite visualizar de golpe, en la estantería que se encuentra a la altura de mis ojos, todas las medicinas que me administro diariamente lo que me facilita seleccionar las que me tocan, razón última para que las haya alineado al fondo, convenientemente apiladas en cajas de a tres, por familias, coronada cada una por los contenedores de las pastillas para que extraerlas de su nicho plateado me resulte más cómodo.

Es un ritual, y acabo de caer en que se parece bastante al de la confesión, y el mueble al contenedor de pecados desde el que nos acosaron de niños, aunque el cura Juan prefería atenderte sentado en una silla baja que le resultaba más cómoda para pasarte las manos por los muslos mientras te devanabas los sesos buscando faltas susceptibles de distraerle de su inquietante manía. Yo me aproximo al armario para obtener su gracia, una vez por la mañana y otra por la noche, y selecciono los tres comprimidos que me tocan en cada remesa, algunos con su día de la semana en el reverso. Giro esta visita con respeto, les atiendo, musito alguna frase que acompañe su soledad, les mimo y ellos, a cambio, me prestan un día más de vida. Es lo justo.

No había hecho hasta ahora el cálculo, pero si llevo tres años con esto, deben ser cerca de 1.095 días que, a razón de seis pastillas cada uno arrojan un total de 6.570 grajeas que son a las que debo deber seguir estando con vosotros a estas alturas. ¿Cómo no acudir a ellas diariamente con el recogimiento exigible? ¿Cómo no dotar al gesto de algún género de ritual que parezca trascendente? Ya que no propósito de enmienda, deberé aportar al menos la firme decisión de cumplir estrictamente esta penitencia... Mis modernos dioses diminutos guardan en sus tripas los secretos de mi vida. Justo es, pues, que me acerque a su vera con algo parecido a aquella vieja veneración.

Cada día, con la misma ciega insistencia con que las olas rompen aquí abajo, contra la arena de la playa, me acerco al menos una vez al sexo de mi amada para adorar en él la vida que me prestan las pastillas que guardo en el confesionario.

PD.- Ved de cerca el antiguo altar de Santa Agatoclia, que algo debe tener que ver con el tema de hoy.

3 comentarios:

Más claro, agua dijo...

Un confesionario tampoco es mal lugar para ubicar el mueble bar... Claro, que si la camarera se llama Agatoclia, eso puede acabar como el rosario de la aurora :-)

Corpi dijo...

Unos viven gracias a las pastillas, otros gracias a los sueños, y otros, por desgracia desmadiados, gracias a los demás.

Sergio y Patricia dijo...

Buen sitio donde guardar las pastillas, este confesionario farmaceutico tiene alguna receta especial? ;)

BESITOSSSSS!