miércoles, 7 de mayo de 2008

olor a cacao

Salía esta mañana, de buena hora, del taller donde le iban a hacer al coche la revisión de los 30.000, en pleno corazón de la Zona Franca gaditana (¿para cuándo cambiarle el nombre por Zona Democrática, a qué esperan?) cuando me dio en la nariz un tufillo desconcertante, que no supe precisar. No sé a qué olía aunque se parecía bastante al olor del colacao, pero como si se hubiese tostado en exceso. Un aroma agradable, profundo, con notas agridulces y matices de madera. Caminaba yo a las espaldas del Ramón de Carranza, estadio que viera mayores glorias en otros tiempos de Mágico y compañía, por los aledaños del Tanatorio y al lado del orgulloso edificio La Glorieta do tiene su sede el diario La voz de Cádiz, y proseguía impertérrita mi pituitaria interpretando, a su modo, las fragancias de ese olorcillo dulzón y algo picante, que si uno fuera somelier, enólogo o redactor de etiquetas de vino bautizaría sin duda con bellas palabras antes de concentrarse en el retrogusto. No tengo yo la nariz para gollerías, sin embargo, así que decidí entrometerme en un café-bar de los de toda la vida donde alimentar la espera con una montaña de churros un puntito salados y un café con leche en vaso caliente hasta despellejarte la lengua, como les gusta servir por aquí, que no será por el fresquito, digo yo, comanda que me trajo a la mesa un camarero de voz profunda al que le pone como una moto ladrar cual perro chico o maullar ante la profunda indiferencia del respetable, que debe estar ya harto de escucharle cada mañana, y el desconcierto de los pocos, como yo, no habituales del lugar. Para hacer tiempo, me repasé en un pis-pas el Viva Cádiz, diario gratuito de pocas páginas y tremendamente local, así que no me dio ni para diez minutos por lo que tuve que tirar de reservas e hincarle el diente a un libro que traía por si acaso en faltriquera, que lleva por título La lista de Latour y se debe a los ingenios de un impronunciable noruego llamado Nikolaj Frobenius, cuya lectura me sedujo lo indecible, tanto que, si no ando listo en mirar el reloj en un oportuno cambio de capítulo, llego tarde a recoger el coche. Salí del chiringuito dejando atrás un par de ladridos y me encaminé hacia el taller, calando bien el sombrero ante el vientecillo marino que se había levantado, el cual volvió a tentar mis capacidades deductivas acerca de su composición y origen con escaso éxito.

Tendré que investigar si este Tanatorio tiene horno crematorio.

1 comentario:

Más claro, agua dijo...

Tanatorio no sé, pero detrás del Palacio de Congresos hay un restaurante (Achuri) que es para morir a gusto ;-)