del pensamiento grosero
A lo mejor es que estoy últimamente muy tiquismiquis, o lo mismo es que se me está exacerbando la sensibilidad con el paso de los años, pero lo cierto es que últimamente me ofendo cada dos por tres viendo la tele. No sólo por los criterios con que los informativos suelen ordenar su diaria ración de desgracias, horrores y demás intransigencias, que también, ni siquiera por las docenas de programas que te asaltan desde cualquier cadena construidos sobre la teoría del ventilador que salpica la porquería micronizada, presentados y desarrollados por seres con menos moral que las almejas, ni tampoco por lo que dicen, hacen o esputan esas docenas de supuestos profesionales del periodismo a los que en épocas no tan lejanas hubiéramos expulsado de cualquier Redacción que se respetase, huelebraguetas ya entonces -con mucho- lo peor de cada casa, ganándose la vida con el escándalo y el vilipendio, mofándose de la desgracia ajena y vomitando cobardes sentencias de vulgares cotorras que inventan lo que ignoran y atropellan personas, verdades o vidas a cambio de llenar la bolsa y la andorga, sino por la creciente sensación de que en general estamos perdiendo el Norte.
Que los marujones y marujonas ejerzan, parece ya casi normal. Están para eso. Pero lo malo es que ese subnivel imperante, además de contagioso hacia la ciudadanía (que premia su vulgaridad con audiencias millonarias) se extiende sin parar a otros sectores de la comunicación televisiva y eso empieza a resultar indicativo de un peligroso deslizamiento general hacia el pensamiento grosero. Humoristas como Quequé o Carbonell, con quienes habitualmente compartía criterios y puntos de vista, comienzan a exhibir sesgos en esa dirección demostrando que comienzan a profesar la religión de los valetodo, aquellos que confunden la libertad de expresión con sus posibilidades de manipulación de la realidad en beneficio propio, o los que exaltan los innegables valores de la sinceridad cuando ésta se utiliza como la patente de corso que les permite piratear a cualquier precio. Los mencionados, cada vez más a menudo, equivocan también los papeles y donde deberían hacer humor alcanzan altas cotas de grosería. Sobre todo en el tema de los parados, que a mi entender es de poca risa, y más en estos tiempos que corren en que cada día 6.000 familias reciben la dolorosa noticia de ser laboralmente prescindibles y socialmente secundarias.
Pongo un ejemplo para explicarme. Ayer, en "estas no son las noticias", de la cuatro, Ana Morgade se permitió ofrecer alternativas de trabajos diferentes para los parados, entre las que se encontraba hurgar con la mano hasta el brazo en el ano de un elefante (imágenes incluidas) para ayudarle a defecar. Sólo espero ver bailar la misma sonrisa en su cara si un día se encuentran ella y su responsable en la maldita situación y Ángel Cristo les contratara para este trabajo tan gracioso. Con Carbonell o el Wyoming me pasa algo tan similar que he dejado de verles. No me interesa nada su manera inconsciente de hacer una y mil gracias sobre la crisis y el paro. Tal vez si les dejaran de pagar un par de meses...
Aunque, hablando de pensamiento grosero, la perla de verdad es de nuevo la última de Tráfico, tildando de maltratador al padre que no le pone el cinturón de seguridad al hijo. Alguien debería entender que no, que no vale todo, que no es ni ético ni justo lanzar una acusación tan grave ni siquiera con la excusa de conseguir unos objetivos incuestionables y que, ahora y antes, quien piensa y mantiene que el fin justifica los medios no es otra cosa que un miserable.
5 comentarios:
Querido Antonio, hoy me tira el gremio y me veo en la obligación de discrepar (y mire que a mí discrepar, lo que se dice discrepar, no me gusta hacerlo sin cerveza de por medio).
Si bien es cierto que hay mucho presunto humorista suelto por ahí sin bozal ni criterio, también es cierto que el humor es una de las formas más amable y a la vez incisiva de protesta. Recuerde usted la escena de Charlot comiéndose sus propios zapatos. Que ahora se haga con mayor o menor fortuna, vale. Que los guionistas de los presentadoers que usted menciona deberían dedicarle más tiempo a sus gags, vale. Pero un buen sketch, un poner, ambientado en el Inem puede ser más demoledor que un literal dedo en el ojo del ministro Corbacho.
Y, una de dos: o saca de una maldita vez las cervezas o yo sigo rajando!!! ;-)
Estoy de acuerdo en todo excepto en lo del Gran Wyaoming, que me parece que desde el humor pone los temas serios sobre la mesa, pero el programa de Quequé me parece basura, qué mal lo hacen por dios, humoristas sin gracia, periodistillas sin carisma, una sensación de desgana que culmina con un guión tópico y típico, que quizá a finales de los noventa resultaría gracioso pero que hoy sólo nos parece graciosete.
Lo de la campaña de tráfico es para partirles el ojete con espinete, la ví por primera vez con mi padre y el pobre se quedó de piedra, y esque no se puede tildar a un padre de asesino por no ponerle el cinturón a su hijo, que es grave, pero no van por ahí los tiros.
Querido Antonio: en el contenido vengo estando de acuerdo totalmente contigo. Yo también soy de los que ponen límites al humor y pienso que no todo vale. Pero no puedo juzgar estos ejemplos de los que me hablas porque no los sigo (veo poca tele). Sin embargo, bastante razón tienen aquí los compañeros también: hacer humor no es fácil, y a veces, como dices, se corre el riesgo de perder el norte. Pero eso sí: no me gusta hacer chistes de cualquier cosa a toda costa y a cualquier precio.
La sensibilidad se exacerba con la edad y es una suerte porque, con la edad, pocas cosas se exacerban, así que, no te preocupes.
La tele, en general, es una mierda. Y, a mi modesto entender, lo que hay que hacer es no verla. Si no hubiera audiencia, no habría mierda. Pero somos así. Nos debe gustar lo grosero.
Yo hace siglos que no veo la televisión. Y no me las doy de profunda, que chorradas hago todas las que puedo. Pero la tele me saca de mis casillas, en general. La he sustituído por el ordenador y voy de blog en blog, chateo y hablo con gente amiga de la que separan kilómetros, miro webs, escibo correos y, cuando me duele la espalda, me acuesto con un buen libro (ha quedado fatal).
Un beso, D. Antonio.
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