viernes, 12 de octubre de 2007

vuelve la picaresca (II)

Me persono un poco tarde a nuestra cita porque hoy es santa Maripili y hemos ido a comer con la madre, que se dice Pilarín desde que mi mundo es mundo. Más que nada, hemos ido por hacerle compañía, porque mantener una conversación con ella, lo que se dice hablar y que te respondan, es cada vez más difícil porque está sorda como una tapia y se resiste como gato panza arriba a ponerse los aparatos, por aquello de: total, pa lo que hay que oír. Eso sí, cuando no te ha oído, que es casi siempre, por lo menos se ríe. No sé de qué, pero se ríe. Yo comprendo su miedo a regresar a las estridencias de sonido que nos rodean, aunque no lo comparta ni siquiera hoy que me han sobresaltado los vuelos rasantes de los cazas de combate del ejército enfilando la Castellana. Mismamente, llevo un par de días con los oídos semitaponados, más el derecho, y no me gusta nada. Me da la sensación de flotar en el espacio, me oigo fuerte y sin embargo hablo bajito, los sonidos habituales me llegan como si llevara una almohada alrededor de la cabeza..., en fin, a ver si se pasa o tengo que visitar al especialista en eso o me hago musulmán integrista por lo del turbante. Lo tengo todo planeado. Le diré: vengo porque no oigo bien. Y, me responda lo que me responda, añadiré ¿mande?, y así se dará cuenta de que lo mío es grave. O me largará con cajas destempladas, como haces cuando llamas a la puerta de un adivino y te pregunta ¿quién es?

Hablando de esto, se me estaba pasado contaros otro craso ejemplo de picaresca actual. Sucede, me temo que a menudo, en una pastelería. Exactamente, en la llamada Capriccio (delicatessen) situada en la calle Eloy Gonzalo de Madrid. Te atienden amablemente, tanto quien parece la dueña como la joven empleada, venida de allende los mares. Tienen cosas de calidad, creo, pero por lo que nos pasó a nosotros y a otra cliente, coligo que tienen además, y abusan de ella, una costumbre espantosa. Cuarto kilo de tejas, por favor. La chica las toma, las sirve, las pesa y las envuelve, mientras musita: me he pasado un poco en el peso, ¿le importa? No te preocupes, respondemos amablemente, y nos pones también cuarto de esos bombones cortadillos. Se ejecuta con diligencia (la ventanilla del peso fuera del alcance de nuestras miradas) y pregunta ¿se lo envuelvo para regalo? -le decimos- ¿cuánto es? Cifra espantosa, casi el doble de la prevista. Pero esto cómo puede ser, es que también me he pasado un poco en los cortadillos, pero cómo que un poco. A ver cuánto. Mi tensión en aumento, el beligerante que dormitaba despierta de golpe desde el fondo de mis entrañas... De tejas nos había servido, la criatura, ¡390 gramos, y 410 de cortadillos! No os contaré lo que les dijimos que podían hacer con ellos, aunque debo confesar que sí tuve alguna debilidad en mi incorruptible ánimo justiciero.

Pero aviso de estas prácticas del lugar (y de tantos), por si acaso.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Toda la razón, Antonio. Puede sonar a guasa hablando de cortadillos pero es totalmente cierto. Otra de las que veo yo a menudo es que pidas media docena de pastelillos y para pesarlos los depositen en una bandeja de carton que pesa más que los susodichos dulces.
Bueno ya dejo de escribir que me pongo goloso, xd

Un saludo